Estaba duchándose cuando escuchó los pasos cansinos de su madre. Sintió un profundo deseo de desaparecer. Ella suave e indulgente golpeó la puerta para preguntarle si le faltaba mucho, el retraso de quince minutos la preocupaba. No contestó ni se preocupó, el nunca se había especializado en la puntualidad. Salió cubierto con una toalla de manos. La única que encontró en ese bazar de jabones, perfumes y curitas en el que su madre había convertido el baño. Unas huellas diminutas de agua lo acompañaron tras cada paso recorrido. Se dejó caer sobre la cama y con la mirada trémula recorrió cada vestigio de aquel cuarto. Los naranjas esquivos se entrecruzaban con amarillos lacerados, la contrariedad: pretender que los rojos apasionados fusionaran con tanta desdicha. “Es tarde”, la voz de su madre se incrustó en su tímpano como un relámpago. Instintivamente movilizó su cuerpo mecanizado. Ofuscado, tomó una camisa blanca y un pantalón oscuro y se vistió. Impávido vio que el cuadro perturbaba su pensamiento y sintió su aliento entumecerse.
La mañana serena, la felicidad de la brisa recorriendo su rostro se esfumaban con cada recuerdo indulgente de un lienzo convirtiéndose en obra maestra como la oruga en mariposa, como un cuadro cautivando a su musa.
Sus primeros movimientos torpes hacían crujir el silencio de toda una calle, la gente y esa disponibilidad nueva al despertar, solían dejarle un sentimiento liberador. Los nenes en la plaza imitaban los juegos de adultos, una bocina volvió a sonar sin ruido como en una película muda, los últimos suspiros de quietud terminaron por esfumarse.
Cuando llegó a la escuela, después de sortear los vaivenes de tres colectivos y ancianas contando sus pasos, abrió la puerta “profesor”, oyó que le dicen entre crujidos matinales de niños revueltos. Miró a todas partes y no vio a nadie. Sintió una euforia tal que pensó que no lo resistiría.
De inmediato, como diapositivas fotográficas, se aparecieron en su mente los colores de su cuadro inconcluso. El calor de una mano en su hombro lo sacó de sus pensamientos, una sonrisa involuntaria de reconocimiento calmó el furor de la materia gris arraigada en su ser. Un viejo compañero cruzó unas palabras sobre la exposición que se realizaría dentro de unas semanas. Pedro miró sus pies y notó sucios sus zapatos.. Las manchas le llamaron menos la atención que descubrir el descuido de su madre.
Diez minutos más tarde se encontraba recorriendo las calles de regreso a su casa. Al llegar, miró el cuadro y examinó cada color de su pintura. Reconoció los naranjas y sus matices, el amarillo disipando las durezas y notó que el rojo protegía una rosa deslumbrante como una corona de luz. Acercó todo su rostro al cuadro, el perfume (una mezcla de jazmines con amapolas) lo redujo a imágenes móviles como en una película de suspenso. Recién, entonces, recordó esa secreta bomba de tiempo. Sus ojos se posaron sobre la pintura y vio, reflejado sobre el cristal de un espejo, el fogonazo blanco, la pequeña rosa, y por fin la mano de su madre soltándose de la suya desangrándose en sus brazos.